En los albores de este milenio, bandas como The Strokes, The White Stripes y The Hives estilizaron viejos sonidos con gracia y enjundia, y a eso se lo llamó “retro-rock”. Es difícil cuestionar la etiqueta, porque las evidencias estuvieron al alcance de la vista y los oídos, sólo se podría decir que el neologismo que nombraba a esa escena también podría haber caído sobre dos de los movimientos más importantes de los ‘90, como el grunge y el brit-pop.
Como fuera, aunque de manera oblicua, los escoceses Franz Ferdinand compartieron camada, aunque otras fuentes más imprecisas y amplias de abrevar. Porque en la utopía de que el post-punk, aquella enorme caterva de sonidos y direcciones creadas luego del cataclismo de 1977, la idea de retro es risible. Aquello sólo pudo suceder una vez, en un contexto y un humus multiforme: ya no está Thatcher ni el punk es el pasado inminente ni el background cultural de músicos & audiencia es similar y multifocal. Pretender museificarlo o recrearlo es condenarse al ridículo.
La banda de Alex Kapranos es, más bien, una actualización de lo que podríamos llamar “la escuela de Glasgow”, un mandato melódico-rítmico que nace en conciudadanos como Orange Juice y Altered Images, orgullos de principios de los ‘80 de la tercera ciudad más grande del Reino Unido, aunque también la estela se extiende Edimburgo e influyentes bandas de época como Joseph K y los Fire Engines. Partiendo de esa tradición, y con sus propios y no pocos méritos, Franz Ferdinand se convirtió, dos décadas atrás, en una banda de alcance global.
En su sexta visita a Buenos Aires, retomaron su ritual de lo habitual: hacer tronar el sonido de su eficiencia. A Kapranos, de la formación original, apenas lo acompaña el bajista Bob Hardy, pero la canción es la misma. Como a sus composiciones y presentación escenográfica (una suerte de arco inclinado en la misma perspectiva que el logo de la banda que se recorta detrás) a un show no le sobra ni le falta nada. El ritmo nervioso y entrecortado, aceitado en su seca economía, las letras entre socarronas y abstractas, y el carisma de un front-man que, como dice un amigo, sabe que peor sería trabajar.
Kapranos, en camisa de rayas verticales negras y blancas, parece el personaje de una película de Aki Kaurismaki si en esos films hubiera protagonistas a los que le cambia la suerte. No necesita arengar: contagia. Y propone, en lo tácito, dilemas del tipo: va una hora de show, falta al menos media más, y ya se gastó los tres perfectos e inapelables hits de la banda: Do You Want To, Take Me Out y The Dark of the Matinee, ¿cómo hará para sostener la atención?
La cuestión es que la pilotea. Un rato antes, a ese ejercicio de reggae blanco llamado Build it Up le agregaron una coda de La danza de los mirlos, himno tropical amazónico. Y, sobre los bises, arremete con algunos de los mejores clásicos de su debut: Jacqueline (con una letra de observación femenina digna de Agnes Varda), el tenso homoerotismo de Michael y la geometría fogosa de This Fire. Al final, resultó que lo retro de hace veinte años no es nada, y la febril mirada de este quinteto todavía puede ofrecer entretenimiento y contenido con una eficacia correspondida.