Podemos analizar la vuelta de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos como una anomalía dentro de la historia democrática estadounidense o, abriendo el foco, como un fenómeno vinculado a profundos cambios culturales que van más allá de la política, aunque impactan con fuerza en ella. Dejo el primer enfoque a politólogos y analistas más avezados, y me arriesgo al segundo a partir de dos ideas básicas: el reemplazo de la razón por la emoción de cuño religioso y el eclipse de la ley, ensombrecida por la palabra santa de un líder que encarna la Verdad.
La vida digital fragmentó una realidad cuyos contornos, globalización mediante, ya eran difusos. En un scrolling sin fin por las pantallas, pasamos de estímulo a estímulo, de dato a dato, con una dificultad cada vez mayor de enhebrar los hechos según una relación de causa-efecto. Vamos perdiendo la capacidad de generar sentido y eso nos deja a la intemperie, en estado de vulnerabilidad, porque la creación de sentido es una necesidad de nuestra naturaleza. En un mundo sin historias, los demagogos aprovechan el vacío y vienen a imponer la suya. La tienen fácil.
La democracia republicana es producto de la razón ilustrada. De distintos modos, el siglo XX fue esmerilando el prestigio de la razón, que pecó de soberbia e incurrió en graves desvaríos. Al mismo tiempo, las grandes asignaturas pendientes de la democracia (pobreza, desigualdad), así como la caída de la confianza en el progreso, trabajaron también en favor de ese descrédito. Quedó abonado entonces el terreno para el regreso a la política del discurso “religioso”, que ocupó el vacío dejado por la crisis de sentido y la retirada de la razón. Los humillados por la impericia y la corrupción de las elites dirigentes serían por fin redimidos y hasta vengados. Se capitalizaron el resentimiento y la ira. Contra esas elites y contra el sistema.
«Quizá se necesite una dosis de locura para derrotar a un sistema corrupto tan arraigado. Pero a veces las sociedades liberan fuerzas que no se sabe hasta dónde pueden llegar»
Trump encarará su gobierno menos como la tarea de administrar un Estado que como una cruzada de carácter purificador, algo semejante a lo que sucede aquí con la presidencia de Javier Milei. Como en toda guerra santa, se trata del bien en su lucha contra las fuerzas del mal. Es el líder iluminado quien discrimina entre los fieles (gente de bien) y los herejes (comunistas, zurdos), a los que hay que doblegar para alcanzar la Tierra Prometida o construir el Reino.
Tras veinte años de kirchnerismo, sabemos en qué termina este tipo de aventuras milenaristas: el reemplazo de los consensos por el caos de la lucha permanente; el fin del diálogo político y la imposición del discurso único; la división de la sociedad en dos bloques enfrentados; el ataque a las instituciones republicanas, en especial la Justicia y la prensa, en pos de una hegemonía que consagre el reinado del autócrata. Así, la vida en sociedad queda supeditada menos al imperio de la ley que a la voluntad del líder, figura venerada y temida por igual, guardián del dogma y dueño de la palabra santa.
Marcados por la megalomanía y le fe ciega en su autoproclamada infalibilidad, estas personas de impulsos espasmódicos son gobernantes inestables, extremistas, dominados por sus caprichos. Propios y ajenos temen sus reacciones impredecibles. “En su entorno le tienen pánico”, dijo de Milei un legislador oficialista, según contó Martín Rodríguez Yebra. Lo mismo ocurría con Cristina Kirchner presidenta, a quien había que escuchar con la boca bien cerrada, como aleccionó Carlos Zannini. Y no por nada Bob Woodward, uno de los periodistas que destapó el caso Watergate, tituló Miedo su libro sobre la primera estadía de Trump al frente de la Casa Blanca. La necesidad de control, que acaso esconda una velada inseguridad, hace ver traiciones donde no las hay. Con despidos intempestivos, estos líderes desbaratan conspiraciones que solo existen en su cabeza. Todos a su alrededor penden de un hilo, lo que refuerza la sumisión y la obsecuencia de los funcionarios. En un círculo vicioso, esa humillante prueba de fidelidad incondicional le confirma al gobernante populista su supuesta superioridad. Necesita ese alimento.
Tienen su razón quienes dicen que solo con una cuota importante de locura se puede derrotar al sistema corporativo, tan corrompido como arraigado, que llevó a la Argentina a la ruina. Pero también es verdad que a veces las sociedades liberan fuerzas que no se sabe hasta dónde pueden llegar. Hoy los argentinos somos aprendices de brujo jugando con fuego. El anticuerpo que ataca el virus de pronto puede volverse en contra de uno y empezar a atacar lo que era indispensable preservar para mantener al paciente con vida. Ante cada señal de que esto sucede, es necesario reaccionar. Y aquí esas señales, al margen de los avances y los logros económicos, se repiten con insistencia. Y muchos se hacen los tontos. Esperemos en todo caso que la fuerza desatada para acabar con el imperio del curro y el privilegio no sea de tal magnitud que, además de ese status quo insostenible, se lleve puesto el sistema republicano también y nos devuelva a la pesadilla de la que tanto nos costó salir.
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