La situación financiera de la Municipalidad de Córdoba es crítica. En el fondo del problema hay una estructura sobredimensionada que, según percibe gran parte de la ciudadanía, no se traduce en servicios eficientes ni en resultados proporcionales. La brecha entre el tamaño del aparato municipal y su rendimiento es especialmente visible en áreas clave como el transporte, el alumbrado público y la recolección de residuos, servicios que impactan directamente en la vida diaria.
En este escenario, los conflictos gremiales se agravan. El sindicato, indiferente a la necesidad de mejorar la gestión, recurre sistemáticamente a paros y protestas que paralizan el municipio y perjudican a los vecinos. A esto se suman fallos judiciales que, lejos de ordenar, suelen convalidar acciones disruptivas. El reciente fallo que absolvió a manifestantes que bloquearon servicios es un ejemplo claro: al legitimar esas prácticas, se alientan nuevos episodios de conflicto.
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En este contexto, la reducción de la planta política es más un gesto simbólico que una solución real. Cambiar nombres de secretarías por direcciones o eliminar algunos cargos políticos no alcanza. Los desafíos del municipio requieren reformas de fondo, no retoques.
La verdadera grieta: Estado eficaz vs. Estado clientelar
La discusión trasciende el caso cordobés. Plantea una pregunta clave: ¿cómo entendemos el rol del Estado? ¿Cómo lo organizamos, cómo usamos los recursos públicos y cómo medimos sus resultados, si es que lo hacemos?
La respuesta habitual ante los problemas de gestión ha sido sumar estructuras, no revisar las existentes. Se creó una cultura donde, ante el fracaso de una dependencia, se agrega otra por encima. Superponer se volvió más fácil que corregir. Esta lógica no es exclusiva de una ciudad ni de una gestión: es un patrón arraigado en todos los niveles del Estado, desde hace décadas y bajo gobiernos de distintos signos.
El resultado es un Estado que hace de todo, pero resuelve poco. Una maquinaria pesada, costosa y desordenada, que premia la permanencia más que el desempeño, y que suele aumentar el gasto sin mejorar servicios. Así se forma un círculo vicioso: incorporar personal es fácil, mientras que reorganizar o reducir, es casi imposible. La estructura se vuelve rígida, ineficiente y difícil de reformar.
En contextos de alta inflación, este esquema fue tolerable. Pero con una situación fiscal más exigente, ya no hay margen para sostener un aparato sobredimensionado. No alcanza con bajar de rango una secretaría: se necesitan decisiones de fondo.
Estar a la altura del momento implica repensar el rol del municipio. Significa concentrarse en funciones centrales —las que afectan directamente a los vecinos— y desactivar áreas que duplican responsabilidades provinciales o nacionales. Hace falta orden, prioridades claras y, sobre todo, coraje político para hacer lo que realmente importa.
La base de una reforma
El eslabón inicial es asumir la profundidad de la crisis y, en función de ello, romper con inercias para repensar desde cero la organización del Estado municipal. Esta es la manera de tender a una racionalidad organizativa.
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Un punto crucial es desarticular todas las estructuras administrativas que se superponen con funciones a cargo de otros niveles del Estado. Los solapamientos explican el sobredimensionamiento y no sólo fragmenta responsabilidades, sino que diluye el control, encarece la gestión y genera inercia. Para priorizar las funciones exclusivas y propias del municipio es imprescindible eliminar el involucramiento en servicios a cargo de otros niveles de gobierno.
La política tiene la responsabilidad —y la oportunidad— de romper con la inercia. Reorganizar un organigrama no es, por sí mismo, una política pública. Es apenas una herramienta. La verdadera pregunta es: ¿para qué? ¿Con qué criterios? ¿Y con qué capacidad para llevarlo a la práctica? La ciudadanía espera servicios que funcionen. Un Estado presente no es uno que esté en todos lados, sino uno que resuelva donde más se lo necesita. Modernizar el Estado es, sobre todo, tener honestidad en el diagnóstico, disciplina en la gestión y coraje para cambiar lo que no sirve, aunque incomode.
(*) Economista de Idesa