Mundos íntimos. Una lluvia mojó mis libros, me puse furioso, mi perro escapó. Al hallarlo, lo abracé y entendí qué es lo importante.

A mis 45 años, la vida me enseñó una vez más que hay cambios significativos que aparecen sin avisar. Nunca había imaginado que un perro podría transformar no solo mi rutina, sino también mi manera de situarme en el mundo.


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Mi primer “animal de compañía” (prefiero esta acepción a la de “mascota”, para no pensarlos en términos de propiedad), llegó de manera inesperada. Mi sobrina Mechi insistía con que me hacía falta un perro. Mis respuestas no me deslumbraban, ni las rechazaba. Si era su deseo, lo aceptaría como la ofrenda de una persona a quien adoro. Poco tiempo después, su promesa se hizo realidad: sólo me consultó si quería una hembra o el único macho de la manada. Elegí el macho, sin ninguna preferencia particular. Una tarde sonó el timbre: “¿No es hermoso?”, evaluó desde la puerta, con una sonrisa que delataba que sabía lo que hacía, y depositó en mis manos un animal diminuto. Sí, era hermoso.


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Sin entenderlo demasiado, lo había estado esperando desde siempre. “En buenas manos has caído”, recuerdo haber publicado en Instagram. Estábamos en el patio y en YouTube sonaba una lista aleatoria de rock and roll. La aparición de Ziggy Stardust me ayudó a definir su identidad: “Bowie, bienvenido a casa”.

Federico Riveiro no dejaba que Bowie se subiera a su cama. Una noche triste cedió y ya no hubo vuelta atrás

Nunca tuvimos animales. La excusa era que mis padres guardaban el dolor de haber perdido a un perro, recién casados, hace más de cincuenta años. Aquello los marcó de tristeza y decidieron no volver a tener otro. Crecí respetando aquella decisión. Por lo demás, a nadie en mi familia le interesaba tenerlos.

A mi manera, compartía en silencio esa nostalgia anticipada que puede causar la pérdida de un ser querido. Cuesta asumir el encuentro inevitable con la muerte. Y algo peor: la paradoja del miedo a sufrir que nos impide arriesgarnos a experimentar (con desenlaces felices o dolorosos, nunca se sabe) y nos paraliza de antemano. El “no hacer” por temor a la frustración y no disfrutar el “mientras tanto”, que es, en resumidas cuentas, la vida misma.

Bowie con los padres de Federico Riveiro, una especie de «abuelos» con el sí fácil.

Los miedos, en muchos casos, son absurdos. En mi caso, esta sensación se reflejaba en mis temores sobre los animales. Recuerdo dos episodios: la película sobre Hachiko, el perro que espera a su dueño cada día en la estación de tren sin saber que nunca regresará, y el libro “Triste, solitario y final”: la muerte del gato y la escena del entierro me parecen desgarradoras. Parecen secuencias tontas, pero en mi adolescencia fundaron un sentimiento de contrición y de duda.

Los años pasaron. Volví a vivir junto a mis padres, cada uno en su casa, separadas por un patio. Cuando mi sobrina avanzó con su decisión, tuvo que convencer a mamá; tenía sentido: sería mi perro, pero era inevitable compartir el espacio y la tenencia con ellos. Mamá se mostraba reticente y hasta se deslindaba de compromisos con anticipación: “Te vas a tener que hacer cargo vos”. Todos se mostraban insensibles a la sola idea de su llegada. Pero a Mechi y a mí nada nos detenía.

Bowie no tardó en destruir la apatía. Incluso, al menos en mí, activó una reconstrucción. Yo estaba habituado a la soledad. Los ritmos de mi existencia fueron imponiendo esa condición. Nunca fui antisocial, como alguna vez me sugirieron; por el contrario, si bien limitadas, mantengo relaciones amplias y fluidas. Pero como mi principal trabajo consiste en leer, corregir y, eventualmente, escribir, mi rutina se funda sobre una base de soledad y silencio. Con el paso de los años, esa rutina se transformó en un aislamiento, tanto por elección como por obligación. Recargué la mayor parte de mi tiempo y responsabilidades en mi proyecto laboral, dejando de lado aspectos que antes eran importantes, como disfrutar de los viajes, tomarme vacaciones, mantener vínculos afectivos, o incluso leer o escribir por placer.

Bowie curiosea un libro de Federico Riveiro.

Aunque me cueste admitirlo, sé que hay algo en la soledad que, por más que sea elegida, incomoda. Es como una máquina que no funciona bien porque adentro hay una pieza suelta. Algo está incompleto. La soledad puede ser un refugio. Pero también un cerco que nos protege demasiado, que nos cierra a nuevas conexiones. Y en ese aislamiento, uno se acostumbra a sus rutinas. A su propio silencio. Costumbres de las que cuesta salir.

Con Bowie conocí una forma de soledad compartida. Y también que el amor se manifiesta de muchas maneras, profundas y transformadoras. Me reencontré con facetas descuidadas: la responsabilidad proteger a un otro, el compromiso de aprender nuevas emociones, la necesidad de repensar en relaciones capaces de reconfigurar la propia identidad.

Gracias a él aprendí, por ejemplo, a controlar mi impaciencia. Por aquellos días, yo atravesaba un período de alteraciones emocionales que me llevó a buscar ayuda médica. Un año después, con la decisión de mudarme sumé un desafío: era la primera vez que conviviría con alguien a tiempo completo.

Una noche se descargó una tormenta intensa. El agua se filtró por el techo y por debajo de la puerta, justo al lado de la biblioteca. En medio del caos, varias cajas con libros se mojaron. La frustración, el cansancio y la ansiedad me hicieron estallar, y comencé a sacar libros y a patear cajas, maldiciendo en voz alta.

Bowie, que recién se estaba acostumbrando a su nuevo hogar, me observaba con extrañeza, quieto en un rincón. Su mirada me atravesaba como un rayo, pero no pude detenerme. Enfocado en el desorden, abrí la puerta para sacar el agua con un secador. Y en ese segundo de descuido, él salió disparado hacia la calle.

Corrí tras él, descalzo y empapado. La calle estaba desierta y oscura. Lo llamé con una voz entrecortada por la culpa. Lo encontré varias cuadras después, cerca de mi antigua casa. Estaba mojado, deambulando con miedo y desconcierto. Lo abracé con fuerza y volvimos.

Mientras lo secaba y le hablaba para calmarlo, sin parar de besarlo, de pedirle perdón, su temblor fue disminuyendo. Pero el mío no. Porque no era solo él a quien había descuidado; era a mí mismo. Me vi reflejado en su susto, en su huida ocasionada por mi propia ira.

Aprendí a respirar hondo. A calmar mis infrecuentes arrebatos por cosas que, en el fondo, son insignificantes. La paciencia y el cariño anulan una simple frustración. Hay miradas, gestos, abrazos que nos ablandan el alma.

Hoy Bowie es nuestro centro de atención. Mis padres no dudan en cuidarlo cuando no puedo llevarlo conmigo. “Está bien acá”, dicen, y yo sé que es cierto. Y ellos también se sienten bien. Se necesitan. No me avergüenza justificar la sobreprotección y las mañas que le ofrendamos. Es la primera vez que tengo un ser vivo a mi cargo. Se aprende a fuerza de errores. Y soy bastante experto en equivocarme.

Cada día vuelvo a mi otra casa para trabajar. Si alguna vez me demoro, llegan los mensajes de mamá: “¿Qué hace mi Pirulino? ¿Te pasó algo?”. Prioridades… No exagero si supongo que lo extrañan más a él que a mí. Allá siempre es recibido con atenciones, como si fuera su séptimo nieto, el que siempre esperaron de mi sangre y que nunca les llegará. Bowie celebra el encuentro con toda clase de contorsiones. El cariño mutuo es evidente.

Con papá tiene ritos amigables. Se sienta en el sofá y expone su panza para que lo rasque. O le ladra con insistencia, moviendo la cola, con intenciones de jugar y recibir caricias. Papá, que sin opinar parecía el más reacio a tener un perro y no es proclive a gestos cariñosos, no puede resistirse a sus demandas. Hay una conexión especial entre ellos, una complicidad que se ha ido construyendo con el tiempo y que me emociona mucho ver.

Me divierte de Bowie su costado arisco. Le cuesta ser amigable con los desconocidos. Entonces aparecen los heterónimos: Ariscóteles, cuando no se deja ni acariciar; Pocoseso, cuando se le traba la cabeza y no para de correr sin brújula; Garrafa o Zeppelin son motes pertinentes de quienes lo ven con poca frecuencia y descubren que su cuerpo va creciendo sobre la base de una dosis equilibrada de sedentarismo y glotonería. “Dieciséis kilos de amor”, explico. Lo aprovecho para hacer sentadillas y él no se queja. Al contrario, al sentirse upado, Ariscóteles vuelve a ser el Bowie de siempre. Conmigo y con todos.

Siendo cachorro, Bowie dejó sus rastros de destrucción. Rompió almohadones, repasadores, toallas, medias, libros, lentes. Vació una botella de aceite sobre “su” sofá, estropeándolo para siempre. Destrozó en mil pedazos mi linterna de frente sin estrenar. A menudo entra al baño y se lleva lo que encuentra: una esponja, un jabón, algún pomo de crema. Todo sirve para jugar o, más bien, para recordarnos que él también exige su cuota de atención.

Y aunque sus destrozos puedan ser desquiciantes, hay algo en su expresión —esa mirada de perro que volteó la olla, esa cola agitándose como un látigo— que desactiva cualquier enojo.

Al principio, no quería que durmiera conmigo. Ya se había adueñado del sofá. Una noche en la que me sentía particularmente triste, le permití conocer mi cama. Se mostró tan emocionado que no pude evitar enternecerme. Desde entonces, no dejamos de compartir ese espacio. Hoy en día, a pesar de tener su propia cama, alterna su descanso entre la suya y la nuestra. Le gusta acurrucarse junto a mí; nos sentimos acompañados y protegidos. Lo extraño cuando no está.

Dice Donna Haraway con relación a los animales de compañía: “Somos, constitutivamente, especies de compañía. Nos constituimos la una a la otra, en carne y hueso. Significativamente distintas la una de la otra, con diferencias específicas, representamos en carne y hueso una repugnante infección evolutiva llamada amor”.

De eso se trata: Bowie es más que un animal de compañía. Es un amor evolutivo e inexplicable. Para un ser que habita la soledad, es un recordatorio de que nunca es tarde para abrirse a nuevas experiencias, y una prueba de que, a veces, las mejores cosas llegan sin planearlas. En su presencia veo reflejada una parte de mí que aún me cuesta representar: alguien capaz de cuidar, de querer y de dejarse querer, sin mi miedo a lo que el futuro pueda traer. Para revertir aquellas falencias. En eso estamos.

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